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La intrusa Jorge Luis Borges |
La intrusa de Jorge Luis Borges
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo,
el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que
falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en
el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el
decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a
Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela
en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más
prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones
y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se
cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los
orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la
tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor
recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una
gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas
páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que
había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se
perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar;
desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de
tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su
soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos
eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de
los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena
rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por
la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no
es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una
vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan
Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos,
es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez
tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los
volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron.
Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa
Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que
fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta
entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios
cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que
ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de
horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas
de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde
se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos
rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un
barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no
era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a
Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una
muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó.
Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con
nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez
lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de
los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de
Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con
sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano.
Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo
mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de
Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al
trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa
sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo
anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los
hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para
llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo.
Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa.
Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban
celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una
mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los
dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que
lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo,
que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de
Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar
alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la
participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y
que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un
diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la
recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin
olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su
madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un
silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy
pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la
vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho;
Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que
también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su
antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al
reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron
salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas
o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo
que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el
palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró;
adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La
Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado;
los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por
ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué
rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su
exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la
Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo
(los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del
almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino
de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la
noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté.
Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.