sábado, septiembre 25, 2021

Acercamiento al mito de la Condesa Sangrienta por Isabel Monzón (CAP 2)

Acercamiento al mito de la Condesa Sangrienta por Isabel Monzón (CAP 2)

Báthory.
Acercamiento al mito de la Condesa Sangrienta
Isabel Monzón
Feminaria Editora. Buenos Aires. 1994.

En este punto, cabría preguntarse si ella no tendría el signo del espejo característico de laesquizofrenia: frente a la vivencia de despersonalización, que provoca una angustia indecible, el psicótico recurre, una y otra vez, a buscarse en el espejo. Cuando Valentine Penrose dice que la Condesa no podía integrar las múltiples facetas de su ser, está refiriéndose‚ tal vez, a ese mosaico desgarrado y roto de su personalidad. También Pizarnik trata de explicar el mal padecido por Erzsébet cuando dice que el alma melancólica es una "silenciosa galería de ecos y de espejos". Al mismo tiempo, esta imagen podría simbolizar ese espejo empañado en el que nuestra Dama de Csejthe se contemplaba: todo aquello que se le había mandado ser y que le impedía descubrir su propia verdad. Dice Diana Bellessi, refiriéndose al drama de la mujer, que "lo que el espejo le devuelve es el discurso de una madre que, cuando niña, le decía: Que seas linda, suave, coqueta, femenina, para gustar, para seducir. ¿A quién? A él" y, de esta forma, "el filo de una hoja invisible le rebana la cabeza". Con la cabeza rebanada, uno de los caminos posibles desemboca en la melancolía y otro en la esquizofrenia. Las palabras de Bellessi nos traen a la memoria esas otras de Penrose referidas a los talismanes que, como deseos - mandatos, se cosieron en el vestido de novia de Erzsébet: para ser amada, para gustar siempre, para que tu belleza perdure y sea la misma que este día.
Por otra parte, es evidente que el espejo ejercía sobre la Condesa Báthory una fuerte atracción. Tal vez más allá de esa curiosa y casi universal fascinación que siempre ejerce sobre la mujer. Como en el caso de Alicia, ¿no creería Erzsébet que a través de él podía pasar a otro mundo, dejando, así, éste? Intentaba romper los muchos límites que la encerraban, sobre todo la cárcel del tiempo, ya que, a medida que los años pasaban, el espejo le iba devolviendo una imagen que no era aquella misma del día de su casamiento. El divino tesoro de su juventud paulatinamente se perdía. Pero como había recibido el mandato de paralizar ese tiempo que al pasar deja rastros, para mantener eterna su belleza hizo pactos, descubriendo, además, las estrategias que le permitirían ahuyentar la depresión.
VENDIÉNDOLE EL ALMA A LAS HECHICERAS
Mientras la salud de Ferencz Nádasdy empezaba a declinar, Erzsébet se iba haciendo cada vez más ermitaña. Había tenido amantes pero sin apasionarse por ninguno, y aunque al cumplir los cuarenta seguía siendo muy bella, se agravó esa permanente y gran obsesión de alejar la vejez. Con tal fin, sus sirvientas la proveían de brebajes y filtros mágicos. En 1604, teniendo 44 años, murió su marido. Y fue a partir de ese momento que Darvulia, una mujer viejísima a la que llamaban "la bruja del bosque", mudándose de residencia, pasó a vivir en el castillo de Csejthe. Erzsébet, fascinada con la hechicera, se entregó a sus poderes. Una vez más colonizaban su mente y en esta ocasión, aparentemente, con su consentimiento.
Darvulia no apareció en cualquier momento. La Dama de Csejthe acababa de quedar viuda y su tiempo era doblemente el de la edad media, por sus años y por la época histórica que transitaba. En su saturnina pasividad, se abandonó a estos poderes: su megalomanía y su gusto por el anonadamiento la dejaban siempre disponible para recibir y aceptar. Y fue Darvulia quien le presentó los frutos maduros de la locura. Con habilidad, la hechicera del bosque suprimió ante su ama todo obstáculo exterior que ésta temiera no poder superar. Había descubierto en los ojos de ella la desierta insensibilidad de la luna, vislumbrando una esclavitud psíquica dispuesta para la siembra como un campo negro. (¿Este campo negro sería el de la crónica soledad que la acompañaba?) Alejar para siempre la vejez, conservar el divino tesoro, eran las promesas. Y Erzsébet Báthory, como Dorian Gray al diablo, le vendió su alma a la hechicera.
Cuando Freud analiza la neurosis demoníaca del pintor Christoph Haizmann, citando a Goethe dice que el Doctor Fausto, despreciativamente, pregunta: "¿Qué puedes darme, pobre Diablo?". El diablo, afirma Freud, tiene muchas cosas para dar a cambio del alma inmortal: riqueza, poder, decisión. Mas, en el caso del pintor bávaro, ¿qué era lo que éste le requería? Luego de la muerte de su padre había caído en tal estado de tristeza que no podía trabajar ni, por lo tanto, mantenerse. "Sufría una melancolía que lo hacía incapaz de goce y le ordenaba renunciar a las demandas  más tentadoras", dice Freud. El mismo pintor confesaba que "deba ahuyentar a la melancolía". Para liberarse, en una de sus crisis vende su alma al Diablo. A diferencia del pintor bávaro, Erzsébet no parecía conducirse como una melancólica. Más bien evidenciaba haber encontrado las estrategias para evitar caer en el peligroso pantano de la tristeza. También ella había vendido su alma. Para evitar todo aquello que pudiera apenarla, ya que no era capaz de soportar ninguna tristeza.
EL ESPEJO Y LA MELANCOLÍA
Alejandra Pizarnik sabe dibujar muy bien tanto aquella melancolía de la que Erzsébet huyó como las estrategias de su fuga. Describe con poética realidad el sufrimiento melancólico y el agitar maníaco. No menciona manifiestamente el vender el alma al diablo pero sí el recurrir a las drogas, que es lo mismo. "...Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre esa inercia. Este quisiera librar al prisionero, pero cualquier tentativa fracasa como hubiera fracasado Teseo si, además de ser él mismo, hubiese sido, también, el Minotauro: matarlo, entonces, habría exigido matarse". Un Teseo sin Ariadna no tiene la garantía de salir de esa singular prisión del laberinto cretense. Éste, a su vez, nos recuerda otros laberintos que se caracterizan por poseer múltiples espejos. Doble encierro ese de encontrarse con falsas salidas y de contemplarse, solitario, una y otra vez en los espejos. Así es la melancolía. Y así sucede también con otros padeceres del alma. "Pero hay remedios fugitivos: los placeres sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos y de espejos que es el alma melancólica. Y más aún: hasta pueden iluminar ese recinto enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música con figuras de vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente", dice Pizarnik. El frenesí maníaco es una pausa en el dolor, un recurso pasajero que sirve de anestesia. "Luego, cuando se acabe la cuerda, habrá que retornar a la inmovilidad y al silencio. Pero por un instante - sea por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia -, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes". A estas energías las llamamos defensas maníacas. Eran el recurso utilizado para evitar la tristeza. En la sangre de las mujeres -esa era su droga - la Condesa buscaba aliviar el terror a la vejez. De sus placeres sexuales - otros recursos para huir- hablaremos más adelante.
RETRATOS, REFLEJOS, SOMBRAS
Observando la imagen de Erzsébet, coincidimos con Penrose: No se entrega. En un retrato normal, la mujer sale al encuentro de quien la mira y habla de sí misma. La Condesa, cientos de leguas detrás de su falsa presencia, cerrada en sí misma, es una planta enraizada aún en la misteriosa región de la que procede.... No se deja asir. Se retrae, como defendiéndose de un peligro. Sabe que será mirada, para eso el retrato. Teme que los ojos del espectador la capturen al mirarla, como si a través del lienzo que la refleja alguien pudiera apoderarse de ella. Aborrece cualquier forma de captura, por eso se defiende poniendo una abismal distancia. El retrato también dice que ella era hermosa, con una belleza sacada de los inagotables manantiales de las sombras.
Erzsébet debía tener con el espejo y el retrato relaciones inversas a las mantenidas por Dorian Gray. Mientras que a éste, el retrato le mostraba su inevitable envejecimiento, el espejo le devolvía una imagen siempre joven. La Condesa, en cambio, veía en el espejo el paso de los años y en el retrato su perenne juventud.
Por otro lado, un siniestro claroscuro rodeaba permanentemente la figura de Erzsébet. Se contemplaba en un espejo sombrío Ella misma era una "sombría dama" mientras que su belleza parecía sacada de las sombras.
Las simbologías del espejo y de la sombra suelen aparecer interrelacionadas. La sombra y el reflejo en el agua fueron las más antiguas imágenes que el hombre contempló de sí mismo: "En el alba de la conciencia, sombra y reflejo, inasibles y fieles, semejantes y distintos a su dueño, debieron producir en el hombre emociones que se han grabado en lo más hondo de su inconsciente", dice Parreño. Estas palabras parecen estar hablándonos de ese pequeño y pobre mundo en el que Erzsébet estaba aprisionada. Un espejo empañado que no la dejaba mirar más allá de sí misma. Por otro lado, según la simbología oriental, el espejo representa la sabiduría y el conocimiento y uno cubierto de polvo habla del espíritu oscurecido por la ignorancia. En este sentido, el espejo simboliza la posibilidad del hombre de trascenderse a sí mismo o, por el contrario, de quedar encerrado en su pequeño mundo. Como Alicia cuando busca otros horizontes o como Erzsébet cuando permanece encerrada en sí misma.
Espejo y sombra son temas recurrentes en los textos de escritores y poetas. Pizarnik no ha conseguido escapar de estas obsesiones, que tratan de la relación del yo con el yo, de la búsqueda y pérdida del sí mismo, del paso de los años, de la muerte, de la relación con la madre...
Espejo, retrato, sombra, nos han anticipado el tema del doble.
Bibliografía Capítulo II
  • Bellessi, Diana: La diferencia viva. Revista Feminaria. Nro. 3 Buenos Aires, 1989.
  • Chevalier, Jean; Gheerbrandt, Alain: Diccionario de símbolos. Editorial Herder. Barcelona. 1991.
  • Freud, Sigmund: Una neurosis demoniaca del siglo XVII. (1923). Editorial Amorrortu. Tomo XIX. BS. Aires. 1979.
  • Parreño, José María: Cuentos de sombras. Selección de cuentos de varios autores. Ediciones Siruela. Madrid. 1989.
Winnicott, Donald: Realidad y juego. Granica Editor. Buenos Aires. 1972.

Isabel Bathory, la condesa sangrienta

viernes, septiembre 24, 2021

El muerto Jorge Luis Borges

 
El muerto
Jorge Luis Borges

 

El muerto porJorge Luis Borges


Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.

Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.

Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.

Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.

Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también.

El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.

Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.

Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.

Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.

Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.

Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.

Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.

La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:

-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.

Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.

Suárez, casi con desdén, hace fuego.

CITAS DE CARL JUNG

 
Carl Jung

“La regla indica que cuando no se toma conciencia de una  situación interior, ésta se da exteriormente como destino, es decir que cuando el individuo no toma conciencia de sus contradicciones internas el mundo se ve forzado a expresar el conflicto y a romperse en mitades opuestas”.Carl Jung
 
No existe idioma que no pueda ser malinterpretado. Cada interpretación es hipotética, ya que es un simple intento de leer un texto desconocido.Carl Jung

Si uno no entiende a otra persona tiende a considerarlo un loco.
Carl Jung

La vida y el espíritu son dos grandes poderes o necesidades entre los que el ser humano es puesto.
Carl Jung

Si no fuera un hecho de experiencia que los valores supremos residen en el Alma, la Psicología no me interesaría en lo más mínimo, ya que el Alma no sería entonces más que un miserable vapor.Carl Jung

No podemos cambiar nada sin antes comprender. La condena no libera, oprime.

Carl Jung
 
La gente podrá hacer cualquier cosa, no importa cuán absurda, con el fin de evitar enfrentar su propia alma.Carl Jung
 
No puede haber una transformación la oscuridad a la luz y de la apatía en movimiento sin emociones.
Carl Jung
 
No debemos pretender comprender el mundo sólo por el intelecto. El fallo de la inteligencia es sólo una parte de la verdad.
Carl Jung
 
Un zapato que se adapta a una persona, puede quedar mal en otra. No existe una receta para vivir que se adapte a todos.
Carl Jung

El conocimiento descansa no solo sobre la verdad sino también sobre el error. 
Carl Jung
  
Carl Jung

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Carl Jung

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miércoles, septiembre 22, 2021

FÁBULAS ANTIGUAS DE CHINA : EL SERPENTARIO Y LA SERPIENTE

 

FÁBULAS ANTIGUAS DE CHINA : EL SERPENTARIO Y LA SERPIENTE

FÁBULAS ANTIGUAS DE CHINA : EL SERPENTARIO Y LA SERPIENTE

Un serpentario encontró a una serpiente; se abalanzó sobre ella y la hirió a picotazos.

         - ¡No me pegues! – le dijo la serpiente –, todo el mundo dice que eres un pájaro venenoso; esa es una mala reputación, y se debe a que te alimentas de serpientes. Si dejas de comernos, ya no tendrás nuestro veneno, y dejarás de tener mala fama.

         - ¡Me das risa! – contestó el pájaro –, ¡ustedes, las serpientes, matan a los hombres mordiéndolos! Decir que yo corro peligro con los hombres, sería una mentira. Yo me las como a ustedes para castigarlas por sus crímenes. Los hombres lo saben muy bien; ellos me alimentan para que yo los defienda contra ustedes. El hombre también sabe que mi carne y mis plumas están contaminadas y las usa para envenenar a sus semejantes; pero eso no es de mi incumbencia. Si el hombre mata con un arma, ¿es al arma o al hombre a quien hay que censurar? Yo no le deseo ningún mal al género humano. En cuanto a ustedes, viven escondidas en la hierba, reptando astutamente, listas para picar al primer hombre que encuentren. Es el destino quien te puso hoy día en mi camino; tus falsos argumentos no te salvarán.

         Diciendo esto, el serpentario devoró a la serpiente.

                                                                                                Wu Neng Zi

viernes, septiembre 10, 2021

FÁBULAS ANTIGUAS DE CHINA : LA ESCULTURA DEL FÉNIX POR LIU ZI

FÁBULAS ANTIGUAS DE CHINA : LA ESCULTURA DEL FÉNIX POR LIU ZI

 

FÁBULAS ANTIGUAS DE CHINA : LA ESCULTURA DEL FÉNIX


El artesano Gongshu estaba cincelando un fénix. Apenas había esbozado el penacho y las patas, y no esculpía aún el plumaje, cuando alguien dijo mirando la obra: «Parece un búho». Y otro: «Más bien recuerda a un pelícano».

         Todos rieron y estuvieron de acuerdo al encontrar horrible la escultura, y sin talento al autor.

         Cuando estuvo terminado, el fénix lucía un soberbio penacho de color esmeralda, que se erguía vaporoso por encima de su cabeza. Sus patas bermellón tenían reflejos deslumbrantes, sus plumas tornasoladas parecían estar hechas del brocado que tejen las nubes cuando se pone el sol, y su pecho era del color del fuego. Al oprimir con el dedo un resorte oculto el pájaro mecánico alzó el vuelo con un batir de alas. Y durante tres días se le vio subir y bajar por entre las nubes.

         Todos aquellos que habían criticado a Gongshu no cesaban de elogiar su obra maravillosa y su talento prodigioso.

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Matsuo Bashō (1644 - 1694) Japón

Matsuo Bashō (1644 - 1694) Japón- HAIKU       Ramas de lirio aferradas a mis pies. ¡Cordones para sandalias!     Matsuo Bashō  (1644 - ...