martes, marzo 21, 2023

Relato del libro "Defensa India del Rey" por Marco Martos

Relato del libro "Defensa India del Rey" por Marco Martos

Beso esquimal


—Vamos a pescar hoy día —dijo Hugo.
Los demás se rieron. Y Hugo, imperturbable, fue enumerando lo que necesitábamos: cordeles, anzuelos, carnadas, una canasta, un pequeño mantel para cubrir los pescados, un par de gorras, zapatillas, para no resbalarnos en el muelle, cremas para la insolación. Nos demoramos tres horas en los preparativos y salimos de la casa, escuela, silbando. Eso de «casa, escuela»  parecerá algo raro, pero es la verdad. Era un inmenso local frente al malecón, con un patio en el que jugábamos todo el santo día en tiempo de verano. En el segundo piso vivía doña Sofía, la directora del colegio, con toda su familia, sus padres y cuatro hermanos, Renée, Christian, Hugo y Liliana. El papá era hijo de un vaporino holandés que llegó al puerto de Paita y que había quedado en el puerto, atraído por la vida tranquila y los bellos atardeceres. Se llamaba Max Euwe, el mismo nombre y el mismo apellido del campeón mundial de ajedrez, un célebre matemático que había sido rector en la una universidad de Amsterdam. Don Max había aprendido pintura en la Escuela de Bellas Artes de Piura y era profesor de la materia en el colegio de la ciudad.
Me encantaban los paisajes marinos que pintaba, las olas encrespadas, los colores variados de las aguas, la luna espléndida, al borde de sus telas, hundiéndose en el mar. Había inventado una máquina, una especie de cajón con sus patas que proyectaba vistas fijas sobre la pared de su casa, mientras los niños mirábamos el espectáculo en religioso silencio.
Ahí está Marsella, donde pasé una semana, ahí el Canal de Panamá, una belleza, obra del hombre, ahí Guayaquil, ahí el Callao, con sus pedrezuelas calientes, y aquí está Paita, la ciudad de la tranquilidad.
En el primer piso del colegio vivíamos nosotros, pero solamente por los tiempos del verano, íbamos desde Piura y ocupábamos las habitaciones pequeñas que quedaban cerca de la dirección. Pero teníamos todo lo indispensable,dormitorios, cocina, baño, y hasta un pequeño patio para colgar la ropa recién lavada. Mis hermanos y yo salíamos todos los días a caminar a orillas del mar, cerca, salvo cuando venía Hugo y entonces recorríamos todas las playas desde La Punta hasta Pueblo Nuevo, recogiendo caracoles, estrellas de mar, cangrejos disecados, objetos de metal. Regresábamos
cansados, quemados por el sol, hambrientos y sedientos, con pocas ganas de hablar, pero nos reponíamos pronto, volvíamos por la tarde, cuando la tarde se volvía dorada por el sol y por las noches salíamos al malecón a escuchar historias de fantasmas y aparecidos que nos encantaban y a
veces nos erizaban la piel.
El día que salimos a pescar Hugo y yo, con gran rapidez llegamos al muelle de madera que conduce a la glorieta, y vimos que los muchachos abajo, en la parte de la playa que ya entra al mar, molestaban a las muchachas que como nosotros querían disfrutar de la brisa del mar o mirar a los
aficionados a la pesca o pescar ellas mismas con sus finos aparejos. Sentíamos que subían unos gritos, «rojo», «blanco», y las chicas se ponían rojas, disimuladamente corrían y llegaban a la glorieta y ahí recuperaban la calma y se reían satisfechas, serenas, felices.
—No hay que hablar mucho —dijo Hugo—. Mientras se pesca no hay que hablar, los buenos pescadores son silenciosos.
Nos callamos mientras el sol subía a la mitad del cielo, mirando las gaviotas, los piqueros a lo lejos, las olas del mar.
Y súbito ocurrió lo que esperábamos, sentí un tirón, jalé el cordel como me había enseñado Hugo, y saqué, orgulloso al pez. Era un pequeño tollo que se quedó aleteando en la canasta, cada vez menos rápido. Y Hugo exclamó:
—Nada hacemos con un pescado tan chico, no sirve para hacer cebiche, devolvámoslo al mar.
El rostro se me iluminó, tal vez sentí piedad por el tollo.
—Sí —respondí—. Arrojémoslo al mar.
Y el tollo desapareció en la profundidad de las aguas. Todavía pasamos dos horas intentando en vano pescar. Regresamos con las manos vacías y contamos nuestra aventura. Mi mamá me miraba en silencio y mis hermanos, Martha y Manuel, estaban calladitos, no quería perderse una palabra. Y de pronto Liliana dijo:
—¿Quién les va a creer? Son ustedes unos mentirosos. Hugo se rio. Pero yo me puse triste y compungido y traté de aparentar normalidad. Al día siguiente nos fuimos de paseo a Pueblo Nuevo. La caminata era larga e íbamos distraídos, tratando de divertir a mis hermanos pequeños. Dejamos
atrás el muelle que llaman El Toril, porque allí embarcan las reses, por ese camino donde apilan en sacos el guano seco que mezcla sus olores fuertes con la brisa del mar, pasamos delante de las casas de los pescadores que tenían en sus corrales cerdos y gallinas, y perros en sus puertas que arrufaban sus dientes o movían la cola, o ladraban por cumplir. Llegar a la playa fue una felicidad. Mis hermanos se fueron a jugar a la orilla, ya con sus ropas de baño, mientras Hugo y yo, nos quedamos con el pantalón de baño y la camisa. Liliana, sonriente, no sabía si irse al mar o quedarse a escuchar lo que hablábamos. Hugo comentó:
—Mi papá es pariente de Max Euwe, pero no sabe jugar ajedrez. Y a mí me encanta.
Y sacó de su morral un tablero y me invitó a jugar. A mí no me gustó la situación porque estaba seguro de ganarle. Pero jugar fue lo único que me quedó. Me incomodaba que Liliana viera como le ganaba a su hermano y traté de demorar lo más que pude la partida, ahí bajo el sol. Cuando Hugo
se quedaba pensando, yo miraba furtivamente a Liliana, admiraba la perfección de sus formas, su expresión delicada, sus ojos de miel. En un momento vi que ella también me observaba y traté de disimular. De pronto escuchamos un grito. Mi hermano Manuel se estaba ahogando. Hugo salió disparado, con camisa y todo, entró resuelto en el mar y salió cargando al pequeño asustado, que había tragado agua y se había quedado con los ojos azorados. Nos olvidamos del ajedrez, recogimos nuestros bártulos y regresamos a casa, algo asustados y sin saber bien qué contar. Pero lo dijimos
todo, atropellándonos. Y mi madre dijo:
—No volverán a ir solos a esa playa peligrosa, con tantas corrientes. Por la tarde salí al patio. Apareció Liliana, me tomó de la mano, me llevó detrás de una sábana tendida y frotó mi nariz con su nariz.
— ¿Qué es esto? —dije.
—Un beso esquimal.
No supe qué hacer.

Relato del libro "Defensa India del Rey", que está en librerías.

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